Es fácil estar en contra de la guerra. Rápidamente surge en la mayoría de las personas un sentimiento hostil contra las masacres. Sin embargo, es difícil imaginar una guerra. Para quienes no las han vivido de manera directa, sino por la televisión, la guerra es un argumento de aventuras. Es algo lejano, que pasó hace mucho o que sucede en tierras lejanas. (No hace mucho tiempo, históricamente hablando, los argentinos hemos pasado por una guerra, ya está olvidada. La hemos depositado en los libros de historia o en algún documental de canal por cable.)
Pero las guerras siguen ahí, siempre a punto de hacer estallar el planeta por los aires. Destruyendo personas, edificios, culturas, valores. Por eso queremos hacer Las Troyanas, de Eurípides, en versión de Jean Paul Sartre. Para no olvidarnos de que la guerra es un gesto feroz y malvado, pero en definitiva idiota, de esto que llamamos la Humanidad.
Rubén Szuchmacher
Con la violencia de un huracán o el bramido de un alud, el lamento de Hécuba, su dolor y su furia, perforan los siglos y llegan hasta hoy, intactos, provocando las mismas compasión y solidaridad que despertaron dos mil quinientos años atrás. Víctima de la desolación que la humanidad se inflige reiteradamente a sí misma, despojada de su familia y su corona, entregada como esclava - lo mismo que sus compatriotas, únicas sobrevivientes de la masacre - al griego triunfador, la reina de Troya entona para siempre, en las palabras de Eurípides revisadas por Sartre, la suprema imprecación a los dioses: ¿ la guerra, la sangre, el inútil rechazo de diez años de asedio y la ciudad arrasada, todo por el capricho sensual de la bellísima y frívola Helena?
Donde Esquilo y Sófocles se someten al imprevisible designio del destino -sin cuya arbitrariedad no habría tragedia-, su sucesor, el tercero y último de los grandes trágicos griegos de la edad de oro, Eurípides (484-406 AC), se rebela contra lo irreparable. La falta de respuesta de los dioses, su ensañamiento inexplicable con los inocentes, engendran el pesimismo: no habrá piedad para estas mujeres que ya lo han perdido todo. Ni siquiera el pequeño Astianex, hijo de Héctor -el príncipe defensor de Troya, muerto por Aquiles- y de Andrómaca, vivirá: el vencedor no ha de permitir que subsista un solo pretendiente legítimo al trono de la comarca más próspera del Asia Menor.
Prosperidad que sugiere una razón más concreta para la guerra entablada por los griegos que vengar el honor del rey Menelao de Esparta, cuya esposa, Helena, fue raptada (con entusiasta consentimiento de ella) por el apuesto Paris, hermano de Héctor. No será la primera ni la última vez que se aduzcan pretextos falsos para justificar la invasión de un territorio fértil o rico en minerales. Estas son las consecuencias, señala Eurípides, de una política perversa. Pero esta reflexión no es para el autor trágico lo más importante, sino la conducta de vencedores y vencidos. Aquí es donde sus criaturas adquieren trascendencia: lo único que el humano mortal puede oponer al capricho divino, es sufrirlo hasta las últimas consecuencias. Defensa heroica de su dignidad: acaso finalmente algún dios se compadezca y dé vuelta la taba, como lo deciden Poseidón y Atenea en el final de "Las troyanas". Y Casandra, profetisa y princesa de Troya, destinada a concubina del hijo de Aquiles (la única que advirtió en vano a sus compatriotas sobre la estratagema del famoso caballo), anticipa el futuro: ninguno de los reyes de la coalición triunfante volverá ileso a su tierra, Ulises errará diez años por el mar, Agamenón será asesinado en Argos por su mujer y el amante de ésta. Pero los vencedores están demasiado ebrios de gloria y de orgullo como para escuchar las visiones de una loca...
Sartre, dramaturgo sagaz, aprovecha el material sin tiempo que le ofrece Eurípides y lo aplica a esta época convulsionada. Su clara intención fue referirse a la derrota de Francia en la Segunda Guerra y la inmediata invasión nazi. Pero los usos de este texto (que el filósofo francés cepilló y adaptó, sin traicionarlo, a una estética moderna) van mucho más allá de una circunstancia determinada. Eurípides explora la naturaleza humana y la encuentra detestable. Sin embargo, algunos seres son portadores de luz: las tinieblas no se disiparán nunca del todo, pero hay guías que ayudan a soportar e incitan a obrar en contra de la oscuridad. Uno de ellos es la reina Hécuba, protagonista indiscutida de esta historia que tan admirablemente fusiona el drama colectivo con el individual. Y Hécuba ha encontrado a su intérprete ideal: auténticamente majestuosa, imponente, transida de dolor y estoica, Elena Tasisto -recordemos su magnífica Virginia Woolf de "Vita y Virginia"- encarna (y no es una metáfora) a la reina vencida pero no quebrantada con una autoridad, un hálito poético y una fuerza trágica tan convincentes que todo adjetivo palidece y tan sólo queda temblar ante semejante talento.
Cuidadosa puesta
A Ingrid Pelicori le toca la despedida de Andrómaca, de la que hace una creación memorable. Diana Lamas es una sugestiva, deslumbrante Helena, y Horacio Peña dota a su Talthibios de la fría arrogancia que el actor sabe evocar como nadie. Pablo Caramelo es un Menelao adecuadamente confundido. Trabajos todos de calidad, engarzados en la espléndida y cuidadosa puesta de quien es uno de los grandes directores argentinos, Rubén Szuchmacher. Su destreza se evidencia en el manejo del coro, uno de los rubros más arduos de tratar en las versiones contemporáneas de tragedias clásicas (¡y cómo se destaca la voz de Susana Lanteri!). El vasto escenario del Coliseo alberga cómodamente la sobria escenografía de Jorge Ferrari, iluminada por la sapiencia de Gonzalo Córdova.
Ernesto Schoo
Diario La Nación
2 de marzo de 2005
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