02 marzo, 2005

LAS TROYANAS, de Eurípides en versión de Jean Paul Sartre

LAS TROYANAS
de Eurípides
en versión de Jean Paul Sartre
Traducción: Ingrid Pelicori

Con: Elena Tasisto, Ingrid Pelicori, Horacio Peña, Irina Alonso, Diana Lamas, Pablo Caramelo, Graciela Martinelli, Susana Lanteri, Berta Gagliano y Javier Rodríguez.
Coro de mujeres troyanas: Karina Antonelli, Patricia Becker, Emilse Díaz, Silvia Hilario, Andrea Jaet, Eugenia Mercante, Valeria Richeti, Martha Rodríguez, Vilma Rodríguez, María Inés Sancerni, Barbara Togander y María Zambelli.
Soldados griegos: Francisco Civit, Rubén Dellarossa, Francisc Egido, Pablo Maritano, Paul Mauch y Julian Vilar.

Diseño de arte: Jorge Ferrari
Diseño de escenografía y vestuario: Jorge Ferrari
Diseño de iluminación: Gonzalo Córdova
Diseño sonoro: Barbara Togander y Rubén Szuchmacher
Diseño de peinados: Alejandro Granado
Asistencia de dirección: Mabel Crescente
Asistencia de escenografía y vestuario: Andrea Mercado
Asistencia de iluminación: Magalí Acha
Producción ejecutiva: Paula Travnik y Gabriel CAbrera

Dirección: Rubén Szuchmacher

Agradecimientos: Miguel Massenio, Juan Travnik, Chloe Talavera Togander y Elkafka espacio teatral

Es fácil estar en contra de la guerra. Rápidamente surge en la mayoría de las personas un sentimiento hostil contra las masacres. Sin embargo, es difícil imaginar una guerra. Para quienes no las han vivido de manera directa, sino por la televisión, la guerra es un argumento de aventuras. Es algo lejano, que pasó hace mucho o que sucede en tierras lejanas. (No hace mucho tiempo, históricamente hablando, los argentinos hemos pasado por una guerra, ya está olvidada. La hemos depositado en los libros de historia o en algún documental de canal por cable.)
Pero las guerras siguen ahí, siempre a punto de hacer estallar el planeta por los aires. Destruyendo personas, edificios, culturas, valores. Por eso queremos hacer Las Troyanas, de Eurípides, en versión de Jean Paul Sartre. Para no olvidarnos de que la guerra es un gesto feroz y malvado, pero en definitiva idiota, de esto que llamamos la Humanidad.

Rubén Szuchmacher


Críticas




"Las troyanas", versión de Jean-Paul Sartre sobre la obra de Eurípides. Traducción: Ingrid Pelicori. Elenco: Elena Tasisto, Ingrid Pelicori, Horacio Peña, Irina Alonso, Diana Lamas, Pablo Caramelo, Graciela Martinelli, Susana Lanteri y otros. Dirección de arte, escenografía y vestuario: Jorge Ferrari. Luces: Gonzalo Córdova. Dirección: Rubén Szuchmacher. En el Coliseo. Estreno: sábado 26 de febrero de 2005.

Con la violencia de un huracán o el bramido de un alud, el lamento de Hécuba, su dolor y su furia, perforan los siglos y llegan hasta hoy, intactos, provocando las mismas compasión y solidaridad que despertaron dos mil quinientos años atrás. Víctima de la desolación que la humanidad se inflige reiteradamente a sí misma, despojada de su familia y su corona, entregada como esclava - lo mismo que sus compatriotas, únicas sobrevivientes de la masacre - al griego triunfador, la reina de Troya entona para siempre, en las palabras de Eurípides revisadas por Sartre, la suprema imprecación a los dioses: ¿ la guerra, la sangre, el inútil rechazo de diez años de asedio y la ciudad arrasada, todo por el capricho sensual de la bellísima y frívola Helena?
Donde Esquilo y Sófocles se someten al imprevisible designio del destino -sin cuya arbitrariedad no habría tragedia-, su sucesor, el tercero y último de los grandes trágicos griegos de la edad de oro, Eurípides (484-406 AC), se rebela contra lo irreparable. La falta de respuesta de los dioses, su ensañamiento inexplicable con los inocentes, engendran el pesimismo: no habrá piedad para estas mujeres que ya lo han perdido todo. Ni siquiera el pequeño Astianex, hijo de Héctor -el príncipe defensor de Troya, muerto por Aquiles- y de Andrómaca, vivirá: el vencedor no ha de permitir que subsista un solo pretendiente legítimo al trono de la comarca más próspera del Asia Menor.
Prosperidad que sugiere una razón más concreta para la guerra entablada por los griegos que vengar el honor del rey Menelao de Esparta, cuya esposa, Helena, fue raptada (con entusiasta consentimiento de ella) por el apuesto Paris, hermano de Héctor. No será la primera ni la última vez que se aduzcan pretextos falsos para justificar la invasión de un territorio fértil o rico en minerales. Estas son las consecuencias, señala Eurípides, de una política perversa. Pero esta reflexión no es para el autor trágico lo más importante, sino la conducta de vencedores y vencidos. Aquí es donde sus criaturas adquieren trascendencia: lo único que el humano mortal puede oponer al capricho divino, es sufrirlo hasta las últimas consecuencias. Defensa heroica de su dignidad: acaso finalmente algún dios se compadezca y dé vuelta la taba, como lo deciden Poseidón y Atenea en el final de "Las troyanas". Y Casandra, profetisa y princesa de Troya, destinada a concubina del hijo de Aquiles (la única que advirtió en vano a sus compatriotas sobre la estratagema del famoso caballo), anticipa el futuro: ninguno de los reyes de la coalición triunfante volverá ileso a su tierra, Ulises errará diez años por el mar, Agamenón será asesinado en Argos por su mujer y el amante de ésta. Pero los vencedores están demasiado ebrios de gloria y de orgullo como para escuchar las visiones de una loca...
Sartre, dramaturgo sagaz, aprovecha el material sin tiempo que le ofrece Eurípides y lo aplica a esta época convulsionada. Su clara intención fue referirse a la derrota de Francia en la Segunda Guerra y la inmediata invasión nazi. Pero los usos de este texto (que el filósofo francés cepilló y adaptó, sin traicionarlo, a una estética moderna) van mucho más allá de una circunstancia determinada. Eurípides explora la naturaleza humana y la encuentra detestable. Sin embargo, algunos seres son portadores de luz: las tinieblas no se disiparán nunca del todo, pero hay guías que ayudan a soportar e incitan a obrar en contra de la oscuridad. Uno de ellos es la reina Hécuba, protagonista indiscutida de esta historia que tan admirablemente fusiona el drama colectivo con el individual. Y Hécuba ha encontrado a su intérprete ideal: auténticamente majestuosa, imponente, transida de dolor y estoica, Elena Tasisto -recordemos su magnífica Virginia Woolf de "Vita y Virginia"- encarna (y no es una metáfora) a la reina vencida pero no quebrantada con una autoridad, un hálito poético y una fuerza trágica tan convincentes que todo adjetivo palidece y tan sólo queda temblar ante semejante talento.

Cuidadosa puesta

A Ingrid Pelicori le toca la despedida de Andrómaca, de la que hace una creación memorable. Diana Lamas es una sugestiva, deslumbrante Helena, y Horacio Peña dota a su Talthibios de la fría arrogancia que el actor sabe evocar como nadie. Pablo Caramelo es un Menelao adecuadamente confundido. Trabajos todos de calidad, engarzados en la espléndida y cuidadosa puesta de quien es uno de los grandes directores argentinos, Rubén Szuchmacher. Su destreza se evidencia en el manejo del coro, uno de los rubros más arduos de tratar en las versiones contemporáneas de tragedias clásicas (¡y cómo se destaca la voz de Susana Lanteri!). El vasto escenario del Coliseo alberga cómodamente la sobria escenografía de Jorge Ferrari, iluminada por la sapiencia de Gonzalo Córdova.

Ernesto Schoo
Diario La Nación
2 de marzo de 2005

01 marzo, 2005

Notas sobre el teatro independiente en la ciudad de Buenos Aires

Rubén Szuchmacher

Mucho se ha escrito acerca de la historia del teatro independiente en nuestra ciudad. Algunos estudiosos como Luis Ordaz o como José Marial ubican su nacimiento con la fundación del Teatro del Pueblo a cargo del legendario Leónidas Barleta en noviembre del año 1930, considerando antecedentes en experiencias anteriores tales como el Teatro Libre o El tábano. Luego aparecerán La Cortina (1937), La Máscara (1939), Tinglado, Libre Teatro (1939), Teatro Libre Evaristo Carriego (1940), Teatro IFT (1940), Teatro Libre Florencio Sánchez (1940), Teatro Estudio (1950), Nuevo Teatro (1950), Instituto de Arte Moderno (1950), OLAT (1950), Fray Mocho (1951), Teatro de los Independientes (1952). Estos nombres representan ese mítico teatro independiente que desarrolló su actividad como alternativa a la escena tanto oficial como, sobre todo, a la escena comercial, por ese entonces dominante aunque decadente desde el punto de vista artístico. Entre sus ideales estaban un mejoramiento de la actividad teatral, una mayor dedicación a las cuestiones artísticas, una idea de elevación de la calidad como así también un acercamiento desde los valores culturales al pueblo.

El desarrollo de la actividad con estas características se desarrolla de manera constante atravesando diferentes períodos políticos. No es pequeño detalle considerar que la fundación del Teatro del Pueblo se produce a pocos meses del golpe de Uriburu del 6 de septiembre de 1930. Pero es durante los años del llamado primer peronismo que la actividad del teatro independiente se derrama sobre la comunidad cultural. Gran parte de la población, opositora a las políticas gubernamentales encontraron en las salas de los teatros independientes sus canales de participación y de expresión.

Este movimiento se desarrolla con fuerza hasta los años 60 en los que diferentes problemáticas que venían siendo desarrolladas en el seno de los teatros, comienzan a hacer eclosión: la profesionalización de los actores, la inclusión de nuevas metodologías estéticas, como el stanislavskismo, la posibilidad de trabajos en otros medios como la televisión, la apertura provocada por el desarrollismo en los teatros oficiales (inauguración del teatro San Martín en el año 1960), sumado a la desarticulación lenta pero constante de la fuerza principal del movimiento: la relación entre la existencia de un grupo de personas y un espacio determinado.

Durante las décadas siguientes, esa relación comienza a resquebrajarse, quedando en principio pocos grupos en actividad con su propia sala: la actividad del Equipo Teatro Payró, que se hiciera cargo de la sala de Los Independientes es casi un rara avis dentro del panorama de esos años; otro ejemplo puede ser Nuevo Teatro que se disuelve a mediados de la década del 70, coincidiendo con la muerte de Leónidas Barleta y el cierre definitivo del Teatro del Pueblo de la primera etapa[1]. Aquella relación que daba un sentido de pertenencia a la actividad, en esos años es planteada de manera diferente: grupos circunstanciales de trabajo en salas en las que se trabaja de manera temporal.

A mediados de los años 70, con el advenimiento de la feroz dictadura de las Fuerzas Armadas, el movimiento teatral se repliega. Si bien algunos teatros como el Payró siguen con sus actividades a pesar de las amenazas, la actividad teatral de las nuevas generaciones comienza a desarrollarse casi de manera clandestina en estudios de teatro ubicados en barrios alejados del típico centro de la ciudad. La necesidad de quitar visibilidad a la actividad hizo que muchos artistas de teatro comenzaran a trabajar en estudios creados en casas viejas, en locales sin carteles que denunciaran la actividad, etc. Es por ese entonces y hasta el advenimiento de la democracia en el año 1983, que la actividad queda encerrada, transformando también la concepción de los espacios de trabajo.

En las épocas anteriores del teatro independiente, el tipo de sala en la que se trabajaba solía ser la típica llamada frontal o a “a la italiana”[2]. Los espacios solían tener la característica de contener un espacio de escenario bien delimitado de la platea. Existieron algunas “experimentaciones”, al de decir de José Marial, sobre el teatro Circular en Nuevo Teatro y en el Olat, pero no era lo frecuente.
Un análisis a las salas en donde se representaba teatro en esos años focaliza en la típica estructura escenario-platea propia del teatro desde el siglo XVII. Es digno de mención que la época más brillante del Teatro del Pueblo, se desarrollara entre 1937 y 1943 en la sala del viejo Teatro San Martín, una sala de finales del siglo XIX, con todas las características de las salas más tradicionales.

Los años 60 trajeron algunas innovaciones en cuanto a los espacios. Sin embargo se siguió privilegiando esa modalidad frontal. Aun en el mítico Instituto Di Tella existía un tablado con una platea, sin telones ni ningún artilugio de la maquinaria teatral convencional pero que no alteraba la relación escena espectador: apenas unas patas a los costados de la larguísima tarima y un foso detrás de la misma. También en esos años irrumpe el género del café concert, que podría perfectamente incluirse en su primera etapa como de teatro independiente en la medida que respondía a un impulso no comercial y sí de renovación artística, al menos en su primera etapa, y es de mencionar el espacio en un conventillo de la avenida Libertador, en la que se representaba, dentro de un cuarto de 8 m por 4, Help Valentino o una versión de Fedra de Unamuno, con los espectadores sentados en almohadones. Sin embargo, este tipo de espacios no fueron los predominantes en esos tiempos. El éxito fue haciendo que los artistas consiguieran espacios más grandes y que terminaban teniendo las características típicas antes señaladas.

Con la dictadura militar y ante el repliegue de los artistas, sobre todo de los más jóvenes, la estructura de los estudios comenzó a generar nuevas concepciones en el uso del espacio. Y así fueron creciendo muchos estudios en zonas residenciales, no aptas según el código de zonificación para la presencia de un teatro. Al llegar la democracia, esta tendencia siguió encerrada dentro de los estudios, y comenzó un nuevo proceso producto de la situación económica. Las salas intermedias, algunas de ellas como la Sala Planeta, Olimpia, etc, comienzan a cerrar sus puertas, produciéndose a mediados de los años ’80 una carencia de salas en la ciudad. La alarma producida por estos cierres comienza a producir un fenómeno paralelo: por un lado la movilización de los integrantes de la comunidad teatral, que tratan de obtener algún tipo de solución a través del Estado (coproducciones del Teatro San Martín) y la lenta aparición de las nuevas salas con otro tipo de características.
Y es en los ’90 en que, por un lado con la llegada de las líneas de subvención del Instituto Nacional de Teatro y de Proteatro, en que Buenos Aires ve aparecer muchas salas de diferente formato, en general pequeñas, para no más de 100 espectadores en el mejor de los casos, que son montadas en viejos galpones, dejados de usar por la desaparición de talleres producto, en primer lugar, de las políticas económicas neoliberales.

La actual conformación de las salas de Buenos Aires, y tomamos como referencia una publicación del Gobierno de la Ciudad, que edita un libro con todas las salas llamadas independientes muestra a las claras esa nueva concepción espacial.

Esto trajo aparejado nuevos problemas legales, tales como el problema de las habilitaciones. El código de planeamiento urbano “olvidó” incluir la figura de teatro independiente provocando un vacío legal que colocó en la ilegalidad a muchas de las salas.

[1] Este reabrirá sus puertas con el nombre de Teatro de la Campana, a través de la fundacion Somi, cuyos integrantes son mayoritariamente activos militantes de la renovación teatral de los años ’60, para luego ser rebautizado con su nombre original.
[2] A la italiana refiere a un teatro frontal pero con la posibilidad de ocultar la tramoya, es decir con patas, bambalinas o todo aquello que ayude a crear la ilusión. Existe una tendencia errónea a llamar a la italiana a cualquier teatro frontal, pero esto es un uso producto de la terminología de algunos artistas de teatro.